Falta personal

Después de mucho insistir, sus amigos han conseguido sacarle de casa tras meses sin verse. Desde que su pareja hizo las maletas y se marchó sin dejar una miserable nota de despedida, no había vuelto a pisar la calle. Al día siguiente pidió todas las vacaciones que le quedaban hasta final de año y se encerró en casa a esperar vete a saber qué. No quería ver a nadie, ni siquiera a su hermano, la única persona que supo de su desgracia desde el principio y a quien le hizo prometer que no diría nada, que ya lo haría él cuando estuviera preparado. Poner fin a tantos años de relación no es fácil, pero hacerlo de esta manera es una putada.

Sentado junto a ellos en el metro de camino al estadio, con la camiseta de su equipo que llevaba años sin ponerse —a ella no le gustaba el baloncesto—, se siente extraño y algo ridículo a sus treinta y largos; sin embargo, aunque detesta que sus amigos armen jaleo entre risotadas, entiende que han salido a pasarlo bien y, porqué no, al olvidad. Ya que tuvieron el detalle de comprar su entrada por sorpresa no va a fastidiarles la noche.

Una vez en el estadio, buscan sus butacas y disfrutan del espectáculo previo de las animadoras entre minis de cerveza y comida rápida recalentada. Ante los comentarios primitivos que escucha a su alrededor, se dedica a revisar los estados del WhatsApp sin prestar demasiada atención. Ella ha subido algo, pero no llega a verlo. El partido acaba de empezar.

Su equipo gana por varios puntos de ventaja respecto a los visitantes. La noche marcha a la perfección. Está contento y la cerveza le sienta bien. Cualquier comentario es motivo de risa tonta, y más cuando aparece un dron que sobrevuela la cancha, enfoca al público con una mini cámara integrada en el tiempo de descanso y se detiene ante las parejas despistadas a la espera de que se besen. Vuelve a los estados de WhatsApp, pasa de esas mierdas. Sin embargo, salta una alarma en su interior, una llamada de atención en su cerebro que le lleva a mirar el videomarcador, donde se proyectan las imágenes captadas por el dron. Entonces, la ve besarse con aquel compañero de trabajo con cara de gilipollas y descubre que, a pesar de lo que siempre había creído, no es gay. El público silba y aplaude, pero sus amigos están callados. Cabizbajos, algunos. A carrillos llenos para mantener la boca cerrada, otros.

«Voy a mear», les dice. Ninguno se atreve a levantarse para acompañarle y permanecen sentados en mitad de ese silencio incómodo. Baja las estrechas escaleras y camina por el exterior circular de camino al cuarto de baño, pensando en si lo que ha visto es real o producto de la cerveza; pero repara en las expresiones de sus amigos y recapacita. A estas alturas ya debe haberse enterado la mayor parte de su familia y amigos comunes. Las notificaciones que bombardean su teléfono móvil lo confirman.

Mareado, se agarra en la pared del urinario antes de terminar y dirigirse al lavabo para lavarse las manos y refrescarse la cara con agua fría. Levanta la vista y ve su rostro enrojecido y mojado en el espejo; también a ese cabrón que pasa por detrás de él sin inmutarse, directo a uno de los aseos cerrados. La megafonía anuncia el inicio del tercer cuarto y decide marcharse.

«¿Todo bien?», le preguntan sus amigos al sentarse en su butaca con el rostro pálido. «De puta madre», responde. Disfrutan de la arrolladora victoria de su equipo y coge el metro de camino a casa. No quiere quedarse de copas, está cansado. Un profundo sueño le sobreviene nada más sentarse en el sofá, hasta que un ruido insistente le despierta. Son las once de la mañana y uno de sus amigos no deja de llamarle. «Tío, pon las noticias», le dice nada más descolgar. La reportera informa desde el estadio de baloncesto de un desafortunado accidente en el que un joven ha perdido la vida al precipitarse desde la fachada exterior. Se trata de la pareja de su ex, pero él ya lo sabe.

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