Subsuelo

Descendía a los infiernos con cada copa a destiempo. Al levantarse para hacer frente a un nuevo día o antes de acostarse para poder dormir. Cualquier momento era bueno para sentir el ardor del alcohol recorriendo su aparato digestivo. Hasta que un día, lo perdió todo.

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Una buena razón

«Todo el mundo es capaz de matar por una buena razón». 

La niña se tapó los oídos al oír aquella frase y negó con la cabeza con horror. Entre sollozos, juró una y mil veces que ella no lo haría. Jamás. Lo que no podía imaginar era que se convertiría en la lección más valiosa que recibiría en su vida.

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Progreso

Cuando terminó la pandemia, la sociedad aprendió a vivir de forma diferente. La ausencia de contacto entre los individuos durante varios años y el aislamiento al que tuvieron que verse sometidos por las restricciones de movilidad, dio paso a un acercamiento saludable. Las relaciones sociales se volvieron más conscientes y más respetuosas, algo menos efusivas. 

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Cansancio

Estaba tan cansada que daba asco. El cuerpo pesado, la cabeza lenta y el humor con el piloto rojo encendido. Que nadie me diga nada, que la tenemos. Y es que para ella, el cansancio y el enfado son buenos compañeros. Aunque a veces, el cansancio prefiere a la tristeza y la cosa cambia. ¿Qué es mejor? Ni idea. Pero con cansancio el mundo es más desagradable. Las canciones que le levantan el ánimo se vuelven horribles y ruidosas, el trayecto de camino a casa es más largo y la humanidad es más insoportable. 

Al llegar, se refugió en su pijama de peluche y en sus calcetines de borreguito y se dejó caer en el sofá con el amor de una pareja que lleva meses sin verse. Envuelta en la suave manta de color morado, porque con ella duerme mejor, cerró los ojos.

«Vaya día», pensaba. Cerebro no quería descansar aún. En realidad, nunca lo hace, pero disimula durante algunas horas para que Cuerpo pueda coger la energía suficiente para sobrellevar cada nuevo día. Que no se equivoque. Cerebro manda. «No hemos parado, ¿eh? Venga trabajo, venga llamadas y esa reunión que no ha servido para nada. Bueno, sí. Para perder el tiempo. Qué pesada es la gente. Y qué ruidosa. No respetan nada. Ni el pequeño rato de tranquilidad que podrías tener en el metro…» Por suerte, poco a poco se convierte en un murmullo. Quizá por la noche le grite desesperado y le impida conciliar el sueño; por eso, cualquier momento es bueno para cerrar el ojo, no vaya a ser que luego no pueda.   

Despierta poco después y Cuerpo pesa más que antes. Está aturdida y con la boca seca, eso significa que ha descansado. Se encuentra mejor y no le importa el tiempo que ha pasado dormida en el sofá, por eso no mira el reloj ni pregunta la hora. Su estómago le confirma que, mínimo, han sido dos horas de sueño profundo. Son las ocho y tiene hambre. El color de las paredes es más brillante. Cerebro quiere algo rico para cenar y encuentra una nueva distracción hasta que llegue el momento. La música ahora suena mejor.

Reflejo

Nunca le ha gustado mirarse al espejo. Dice que cada día ve algo distinto en ella. En realidad eso es verdad, ¿no? El paso del tiempo se refleja en nuestro rostro y en nuestra mirada. La alegría, la angustia, el sufrimiento. En la suya habitan al menos cien vidas anteriores a la que le ha tocado esta vez; sin embargo, no es eso lo que ve reflejado en el cristal.

Hay alguien al otro lado. Alguien distinto que la juzga con mirada vacía y desafiante. Está en todas partes. Allí donde encuentra un espejo aparece ese personaje tan igual y tan distinto al mismo tiempo.

Esta mañana, mientras se peina para ir a la universidad, observa el movimiento lento de su brazo al deslizarse sobre su cabello rubio, acompasado con su reflejo en el espejo. Una y otra vez, hasta que termina y se agacha para sacar una goma del pelo de un cajón de la encimera del lavabo. Se lo recoge sin mirarse y sale del baño. 

Apaga la luz sin darse cuenta de que su reflejo continúa de pie y peina su largo cabello suelto.

Yule

Sentado en el asiento cubierto de pieles, al fondo de la casa, se mesa la barba mientras vigila que la llama de la vela que reposa sobre el alfeizar de la ventana no se apague. En el exterior, una ventisca azota con fuerza las ramas de los árboles y las agita con la ligereza de un diente de león. Apuesta que serán varias las que verá caer durante la madrugada.

Al fondo de la estancia distingue la silueta de una mujer que se acerca con un recién nacido en brazos, envuelto en lanas. Frente a él, inclina su pequeño cuerpo para que pueda besar su frente antes de marcharse y acostarlo. Huele a sangre y a vida nueva. Esta noche rezará a los dioses para que otorguen a la criatura y a su madre fuerza y buena salud mientras mantiene la vela encendida. 

Ya a oscuras, escucha el golpeteo del oso tallado en madera que cuelga de la puerta de la casa familiar, rápido e intenso, que se mezcla con el ulular de ese viento agresivo que crece por momentos. Sin embargo, su atención se concentra en la danza hipnótica de la llama naranja que se mece con placidez y dibuja sombras en el contorno de la ventana. De pronto, todo se tiñe de blanco. 

Ante sus ojos puede ver cómo la nieve se eleva hasta formar grandes columnas densas que sepultan las casas y arrasan los cultivos. Los caminos quedan bloqueados y el frío helador se apodera de la ciudad y de aquellas personas que, indefensas, marchan a pie hacia sus casas. Pero no todos lo consiguen y quedan atrapados sin posibilidad de salvación.

Con esta visión, regresa a la calidez de la vela encendida. Aterrado, mira los finos copos de nieve que caen con lentitud sobre el camino arenoso y se pregunta si Odín habrá utilizado sus ojos para mostrarle el futuro. 

Falta personal

Después de mucho insistir, sus amigos han conseguido sacarle de casa tras meses sin verse. Desde que su pareja hizo las maletas y se marchó sin dejar una miserable nota de despedida, no había vuelto a pisar la calle. Al día siguiente pidió todas las vacaciones que le quedaban hasta final de año y se encerró en casa a esperar vete a saber qué. No quería ver a nadie, ni siquiera a su hermano, la única persona que supo de su desgracia desde el principio y a quien le hizo prometer que no diría nada, que ya lo haría él cuando estuviera preparado. Poner fin a tantos años de relación no es fácil, pero hacerlo de esta manera es una putada.

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Bailarina

Suena la música y se encienden las luces. El murmullo sorpresivo del público que abarrota las butacas del teatro llega hasta sus oídos. Situada en la primera fila del gran escenario, siente el golpeteo de los latidos de su corazón inquieto ante su debut que se acompasa ante los primeros acordes de la melodía que interpretan. Cada golpe, un paso. Cada pausa, un cambio de posición.

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Al final del jardín

La pelota rueda sobre los adoquines grises del barrio residencia mientras la pequeña Chloe corre tras ella. Su madre le sigue de cerca sin perderla de vista y empuja el carrito de bebé con cuidado de no despertar a su hermanito. La inercia frena el avance del juguete esférico frente a una casa con jardín. Chloe levanta la pelota y llama la atención de su madre.

–¡Mamá, mira! –Señala y hace aspavientos para que se acerque rápido, pero no le hace caso y corre hacia ellos– ¡Mamá, ven! ¡Tienes que verlo!

–No grites, Chloe. Vas a despertar a tu hermano.    

–¡Pero tienes que darte prisa!

Sin prestar demasiada atención a las advertencias de la niña ni acelerar el paso, se detienen al llegar al lugar.

–A ver, ya hemos llegado –dice–. ¿Qué quieres que vea con tanta urgencia?

–¡Allí! ¡Allí, mamá! –Señala de nuevo.

El sol del mediodía impide su visión y se coloca la mano sobre los ojos a modo de parasol. Se agacha a la altura de su hija con la mirada fija hacia donde apunta su dedo índice. Entonces, puede distinguir una silueta, suspendida a gran altura, agarrada a una de las ramas altas de un árbol.

–No pasa nada, cariño. Solo es alguien que hace deporte –dice para intentar tranquilizar a su hija, aunque desde su posición parece que el sujeto no se mueve.

–¿Qué está mirando, señora? –Una voz fuerte y áspera se dirige a ella desde la puerta de la casa– ¿Qué hace husmeando en mi jardín?

–Perdone, señor –responde y oculta su sobresalto–. Mi hija ha creído ver algo en su jardín y quería enseñármelo, pero no hay nada. –Lanza una última mirada antes de agarrar con fuerza la mano de la niña y marcharse–. Disculpe si le hemos molestado.

El hombre les ve alejarse calle abajo desde la puerta y regresa dentro de la casa. Mira el reloj. Aún no ha pasado el tiempo suficiente pero no puede arriesgarse a tener otro contratiempo o a recibir una visita de la policía. Esa mujer le ha visto y debe pensar en algo. Coge la escalera y se encarama al árbol con un martillo para sacar los clavos que le mantienen sujeto a la gruesa rama y aguanta el peso de su cuerpo debilitado, aún con vida. Pero no por mucho tiempo.

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Limpieza de armario

Desliza la cerilla sobre la esquina de la caja con un movimiento rápido y seco de su muñeca derecha. Sostiene un papel amarillento entre los dedos de la mano derecha.

Aquella carta apareció de forma inesperada entre toneladas de extractos bancarios que guardaba desde hacía años, cuando aún no existía la banca por internet. Al ver que se trataba de una hoja cuadriculada, doblada en cuatro mitades y con las barbas sin recortar, la abrió sin más.

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